jueves, 18 de agosto de 2011
La gente invisible
Desde el tiempo que llevo viviendo en Paris, tengo 3 rutas que forman parte de mi cotidiano. La ruta para ir a mi trabajo, aquella que tomo para ir al hospital a hacer mis controles de salud y la tercera (que es la que más prefiero) que me lleva al bulevar Saint Michel. Ahí está Boulinier, una librería en donde suelo comprar no pocos libros, discos y dvds de ocasión. Y durante los 3 diferentes trayectos soy testigo de una misma escena que se repite cada vez más: Personas que viven y que duermen en las calles. Personas que marchan con sus pocas pertenencias a cuestas y que no tienen donde ir. La sociedad francesa, amante de las buenas costumbres, el orden y las siglas tiene un nombre para estas personas: SDF que quiere decir “sans domicile fixe” o “sin domicilio fijo”. A pesar que se sitúan al lado de las puertas de los grandes almacenes, los restaurantes o al lado de los cajeros automáticos, es curioso observar como la gente pasa a su lado y no los mira o desvía la mirada. Están ahí pero no los vemos, bueno, de eso se trata.
La semana pasada me encontraba viajando en el metro y sin quererlo me puse a contar cuantas personas subieron al tren a pedir dinero o que vi durmiendo en el suelo de las estaciones. En media hora alcancé a contar siete. Siete almas como el nombre de una película, solo que sus vidas están lejos de ser un film de Hollywood. Y durante aquel mismo viaje me puse a observar el rostro de los demás pasajeros. Recuerdo que los rostros transmitían hastío y aburrimiento. Caras llenas de hastío a pesar de estarse embruteciendo con las pantallas de sus teléfonos inteligentes. Aburrimiento a pesar de llevar audífonos de última generación y estar vestidos a la moda. Recuerdo que me puse a pensar en ese momento que hay quienes viven sin darse cuenta de la enorme suerte que tienen. Pensé en una frase que escuché por ahí (creo que fue en el Club de la Pelea) que decía que tenemos trabajos que odiamos para comprar cosas que no necesitamos para impresionar a gente que no nos cae bien. Los seres humanos estamos plagados de estas incoherencias. Pensé también en aquellos hombres y mujeres para quienes los verbos se viven día a día en condicional: “yo hubiera comido, yo hubiera vivido, yo hubiera amado”.
Según el Instituto nacional de estadística y estudios económicos, existen en Francia 250.000 personas que no gozan de una dirección postal para la administración. Esta administración chata, cuadrada y cerrada para la que solo hay negro o blanco y el gris simplemente no existe. Estar fuera del sistema francés es peor que el infierno de Dante. Para ellos si no tienes dirección postal no existes. Tener una dirección postal pasa por tener un trabajo y un número de seguro social entre muchísimos otros requisitos. Y a veces aunque tengas trabajo, puedes terminar viviendo en un camping, en un auto o en la calle. Los elevados costos de los alquileres de las viviendas y trabajos de duración determinada (es decir que duran meses, semanas o incluso solo un día) están llevando a la gente a vivir en una situación de precariedad nunca antes conocida incluso hasta para aquellos que estudian o han cursado estudios. Sean extranjeros o franceses, con estudios o sin ellos, ancianos o jóvenes, la precariedad alcanza a todos por igual.
Recorriendo las calles de Paris he visto como la gente construye sus casas con cartones, plástico, papel periódico, bolsas, polietileno, tela y todo aquello que pueda recuperar de la basura. Incluso vi cerca de la Gare d'Austerlitz a un hombre que había utilizado una cabina de teléfono para construir su casa y hasta la había pintado y decorado. Es común encontrar estas “casas” levantadas al lado de los cafés, los cines y los restaurantes. Otro lugar donde duermen los que no tienen casa es en las estaciones del metro. La estación Nation se ha convertido en la casa temporal para gente de todas las nacionalidades que no tienen a donde más ir. Las personas e incluso familias que viven en la calle han perdido su intimidad y están expuestas al infierno de la mirada de los otros. Muchos de ellos encuentran refugio en el alcohol, lo que hace mella en su aspecto. El espectáculo es desolador. De otro lado, hay personas que viven en carpas de acampar que fueron donadas por instituciones. Así mismo, existen algunos albergues del estado en donde se da alojamiento a la gente que vive en la calle. Sin embargo, considero que eso no es más que un parche. Con una vendita se intenta ocultar las fallas del sistema, un sistema en donde todo tiene que encajar perfectamente, un sistema en el que las personas somos las piezas anónimas de un mecanismo invisible y feroz.
Algo que me llama muchísimo la atención es que una cantidad considerable de la gente que vive en la calle anda con mascotas o “animales de compañía” que es como les dicen aquí. Sin temor a equivocarme, aquí el sentido de compañía cobra vital importancia. Pienso también que una de las razones por las que estas personas andan con animales es porque así sienten que pueden cuidar y ocuparse de otra vida, más allá de su propia existencia. Esto me hace pensar en Gilles. Solía encontrarlo en una banca en el camino a la estación del metro. Un día íbamos junto a mi esposa, y al verlo lo saludamos y él nos devolvió el saludo. Así, cada vez que pasábamos por su banca y lo encontrábamos nos poníamos a conversar un poco de todo. Al parecer estuvo en la legión extranjera y odia al gobierno por algo que nunca nos contó. Lo que si supimos es que gracias a alguien podía pasar al baño y aprovechar de asearse, ya que para él la higiene era muy importante. Pero Gilles no estaba solo, casi siempre lo encontrábamos cuidando de otro hombre que como él vivía en la calle. Su amigo era más introvertido y nunca hablaba y se pasaba el tiempo acostado en la improvisada cama de la banca. Desafortunadamente hace varios meses que nunca más volvimos a ver a Gilles.
Antes de sentarme a escribir esta crónica me había preparado el desayuno. Cogí un tazón y lo rellené de leche, cocoa y jarabe de menta. Luego agregué una generosa porción de cereales en mi after-eight líquido. Así, entre párrafo y párrafo me llevaba una o dos cucharadas a la boca. Tengo el lujo de no tener hambre. Tengo suerte de poder escoger mi comida. Tengo suerte de tener tiempo para escribir. Pero sobretodo, tengo suerte de tener un lugar donde vivir. Cada noche este pequeño y destartalado departamento se transforma en un refugio de 27 metros cuadrados a prueba de lluvias, soledades y tristezas. Y como cada noche, afuera en las calles vacías la ciudad luz se puebla de fantasmas. Fantasmas que como Gilles, buscan hacerse visibles en nuestro pequeño mundo mortal.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)